Crónicas

Pasear por pasear

Un goce subyugado por una sociedad cada vez más ansiolítica

01 de mayo de 2018

Uno de los embarcaderos del río Guadalquivir en Córdoba. Foto: Lucía Montilla

Hoy he salido a pasear por mi preciada Córdoba. He salido a despejar mi mente, a sentarme en un banco y a observar, llevaba siglos sin hacerlo. Son las 15:03, con la barriga llena me dispongo a dejar que mis pies me guíen por primera vez en mucho tiempo y sin previo aviso. Cuanto más reflexiono, cuanto más observo, más me decepciono.

Decido pausar mi lamento a la orilla del Guadalquivir. Llovió hace un par de horas y el embarcadero está encharcado. A pesar de lo mucho que pueda disgustar a la amplia mayoría, a mí me encanta tenerlo todo para mí y así apreciarlo en su estado más puro: sucio, descuidado, lleno de pisadas furtivas, de ramas partidas y de plumas de pájaros.

Llena de barro retomo el rumbo. Me decepciona encontrar que cada persona que veo a mi paso se encuentra ensimismada en su móvil, nadie se detiene y cuando lo hace simplemente mira, pero no observa. Quizás es mala hora, o quizás sea verdad que todos vamos de un lado a otro sin detenernos y ligeros de paso. Cualquier día nos encontraremos que nuestro cuerpo ha decidido eliminar más de una vértebra, total, si miramos más al suelo que al cielo.

Deambulo por la Ribera, algo me llama la atención: es un grupo de quinceañeros montando torpemente una coreografía, pero no están preocupados, ¿por qué no temen hacer el ridículo? Miro a mi alrededor y lo veo claro, nadie les hace ni puto caso. Distingo tres grupos: los que pasan de largo, los que se escandalizan y avanzan más rápido, y los que simplemente ven bultos de masa a los que tienen que empujar para abrirse paso.

Imagino que formo parte de un cuarto grupo, el de los nostálgicos. Recuerdo cómo amaba bailar en cualquier aparcamiento, en cualquier parque, a cualquier instante, estuviera quien estuviera delante, a la hora que fuera sin miedo de sentir vergüenza. Recuerdo cómo me gustaba hablar con desconocidos, descubrir nuevos pasatiempos y superar retos, salía con la única intención de enamorarme día a día más de la vida, de la ciudad y de su gente. Ya poco queda en mí de aquella niña inocente.

No puedo evitar echar la vista atrás y pensar en cuánto me gustaba pasear por pasear, sin ningún destino, hacia ningún lugar. Saboreaba esos momentos en los que me perdía entre la multitud, a veces trataba de descifrar qué sentían, intentaba comprenderlos. También recuerdo dejar de hacerlo porque todo lo que sentía era abatimiento, angustia, pérdida y tristeza.

Giro la muñeca y vuelvo a mirar la hora: las 18:30, todavía es temprano. Me levanto, ando un poco, no sé muy bien qué hacer ¿tiro para casa o sigo andando? De repente, una mano en la espalda: es Cristina, una antigua compañera de clase con la que nunca tuve mucha relación. Me saluda, parecía que no tenía intención de pararse, pero al final lo hace, ¿tan desorientada se me veía?

Me lanza una batería de preguntas, podríamos llamarlas preguntas de reconocimiento o más bien aquellas que se lanzan con solo una intención: sacar información, chupar de mí todo lo que pueda, como si el espíritu del conde Drácula la hubiera poseído. Sus preguntas eran las típicas que se hacen cuando no quieres profundizar en lo que te cuentan, pero sí tener suficiente datos para cotillear: qué estoy haciendo, cómo me va, con quién me junto y si tengo pareja. Después, me hizo una última pregunta, esta vez me dejó fuera de lugar: “¿a dónde vas?”. No estoy segura de si sonó tan ridículo como a mí me lo pareció decirle que no lo sabía, que simplemente me dejaba llevar. Bajó la guardia y solo respondió con muecas tontas.

Se va, se va extrañada, pensativa, dubitativa, no recuerdo si quiera si dijo adiós. Parecía que no entendía cómo podía estar un día de fiesta, ya apenas sin sol, pensando hacia dónde dirigirme. Seguramente se preguntaba si me encontraba mal, si estaba en una cruzada interna o estaba paseando para hacer cardio.

Abandono mi mente de nuevo a las 20:30, ha llovido, ha granizado, y ah, sí, ¡hay fútbol! Ya veo los bares llenos, grupos grande compartiendo mesa, pero parecen desconocidos, parecen estar sumergidos en otro mundo, no se hablan, solo claman los goles, solo especulan cuál será su próxima porra.

Decido sentarme en un bar de la Avenida Barcelona, en la última mesa, la más alejada. Pido un té rojo y sigo observando. Retomo viejas costumbres e intento sumergirme, sin éxito, en lo que podrían estar sintiendo. Admiro la figura del vaso, el vapor que el calor ha dejado. Admiro sus ondas, su sabor. Es un té cualquiera, no tiene nada especial, pero hoy me sabe diferente.

Lo termino con calma, me levanto y agacho la cabeza para no interrumpir el insomnio de la pantalla. Los miro, ninguno me mira de vuelta, soy invisible a sus ojos anestesiados, tan solo me mirarían si obstruyera su vista del televisor. De repente, una mirada diferente llama mi atención. Es un chico que mira a la pantalla, pero parece estar en otra galaxia. Atravieso el bar despacio, sigo observando, está angustiado, está contenido, pero nadie se da cuenta, nadie le pregunta, a nadie le importa. Agarra la copa con rabia, se traga su lamento y sigue fingiendo.

Y yo, tras ese amargo segundo, tras ese áspero instante en el que vi a una persona rodeada de amigos, pero sintiéndose sola, ahí me di cuenta de cómo involucionamos con el tiempo. Si bien el mundo no para de avanzar cada día, nosotros estamos más aislados que nunca. Tanto poder, conocimiento y tecnología, todo eso está muy bien, pero, ¿a costa de qué?

Cada vez demandamos conceptos más simples y accesibles, demandamos comportamientos más fáciles de analizar. Queremos seguir a pies juntillas un patrón porque nos abruma dedicar tiempo y esfuerzo a encontrar lo que buscamos. Queremos que nos lo den todo hecho. Demandamos mensajes sintéticos, libros cortos, vídeos breves, no queremos conocer nada en profundidad. Tan solo pasamos la vida evitando ese punto en el que nos encontrarnos con nuestros pensamientos, ese punto al que llegamos si dedicamos más de treinta segundos a la misma actividad.

Desde hace tiempo los expertos hablan de un nuevo marketing, el 3.0 o experiencial que trata de hacer que el cliente experimente con la marca, que sienta algo. No sería muy descabellado pensar que quizás demandamos todas estas emociones porque en nuestro día a día nos faltan, porque nos agobia todo lo que encontramos sin buscar, porque no sabemos detenernos, porque no sabemos pasear.

Os diré lo que pienso que es pasear. Pasear es dejar de pensar, dejar de analizar, es dejar que tu alma lleve el volante. Es respirar fuerte y profundo, es impregnarse de cada aroma, contemplar y gozar del mundo, de cada risa y de cada llanto. Es ir más allá del molesto barullo de bocinas y llamadas, es no centrarse en las calles abarrotadas y admirar cada roce de una mano contra otra, cada sonrisa, cada mueca y también cada lágrima esquiva. Es pisar la calle con firmeza aun sin saber si estás sobre arenas movedizas, es entregarse a vivir, a descubrir.

Cerca de mi calle me cruzo con el vecino del quinto, me doy cuenta de que después de tantos años aún no sé ni su nombre, le saludo y apenas distingo a leer en sus labios un simple “hola”. Abro, me tumbo en la cama, miro al techo, tan solo son las 21:46, me dejo llevar por mis pensamientos, llevaba taaanto tiempo sin hacerlo.

Una pregunta no para de rondar mi cabeza, una pregunta que no soy capaz de pronunciar porque no paro de escuchar las réplicas ante el resultado del partido. Mi padre, fan del Real Madrid, no para de saltar como si le fuera la vida en ello; los vecinos por otro lado, del Bayern, solo se quejan y replican que “ha sido un robo de partido”. Mientras tanto, yo aquí, pensando en pasear, qué absurdo pudiera resultar.

Si ahora mismo quisiera mantener una conversación sincera con cualquiera de ellos sobre lo bien que sienta pasear sin rumbo, seguramente me mandarían a freír espárragos. La pregunta sigue dando vueltas en mi mente: ¿cuándo fue la última vez que paseaste?, ¿cuándo fue la última vez que te atreviste a admirar la vida, que te la encontraste bailando a tu alrededor, la acariciaste y le pediste que no se fuera? Y, ¿cuántas otras escuchas a lo largo del día: “a ver si me muero”, “qué asco de tiempo”, “que se acabe ya el día”? Yo muchas.

Son ya las 22:37, me da por revisar Instagram. Últimamente se ha vuelto imprescindible demostrar lo bien que te lo pasas y los muchos amigos que tienes. Sin embargo, al final, en los momentos vitales, te encuentras tú, extraño entre tus mil seguidores, y sin nadie que se ofrezca a levantarte.

Han dado las 23:00, me interrumpe la alarma del móvil, es hora de mi pastilla rutinaria, el matabebés como muchos la llaman. Me doy cuenta de que tengo 23 mensajes de 7 chats, algunos llevan horas sin responder. Los abro, conversaciones sin sentido, nimias todas ellas. Respondo, me culpan de no responder rápido, bromean con que ya estaban preguntándose dónde estaría y qué estaría haciendo. Sé que me cuestionarían si dijera que simplemente quería pasear y dedicarme una tarde a mí misma, así que tan solo respondo que pasé la tarde viendo series porque eso seguro que lo entienden.

Quiero volver a hacerlo, quiero volver a pasar otra tarde como esta, quiero dejar que mi piel se erice con la brisa, sentir como cada rayo de sol me acaricia, apreciar cada sonrisa amable y cada conversación espontánea. Y otra vez más, me doy cuenta de que ya nadie sabe pasear, nadie sabe mirar, nadie sabe escuchar; quizás tan solo tendríamos que conocer a Nadie.

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